domingo, 20 de marzo de 2011

De olores y recuerdos

Cuesta trabajo echar la vista atrás y tratar de rememorar situaciones de nuestra más tierna y primitiva infancia. Al menos en mi caso, no sabría decir con certeza cuál es mi primer recuerdo como ser humano, qué edad tenía, en qué sitio estaba, con quién... cuando intento que esas imágenes aparezcan frente a mí, casi siempre obtengo resultados vagos y difusos, nada esclarecedores. Para eso soy nefasto, lo reconozco.

Bueno, quizás un poco más adelante, con 4 o 5 años, se empiezan a tener vivencias más significativas, cercanas al ámbito escolar, las primeras amistades y juegos. Recuerdos en blanco y negro, por supuesto, de esas míticas series de dibujos animados, que supe que en realidad eran en color gracias a las colecciones de cromos. Veis, ahora me voy animando y me resulta más fácil recordar. De todos modos, y sin extenderme mucho más, lo que ultimamente me ronda en la cabeza es pensar en recuerdos que se quedan realmente implantados en nuestra memoria, sin atisbo de duda, y que, en determinadas circunstancias, afloran con suma facilidad y dan lugar a que otros muchos recuerdos vean la luz con claridad. Me refiero a la memoria de la nariz, a los olores, aromas y esencias que penetran en nuestro cuerpo y se quedan a vivir para siempre. Y si esto es cierto en cualquier ámbito y circunstancia, es especialmente notorio cuando hablamos de los efluvios que han de escaparse de los fogones y las cocinas, estancias que desde pequeño han supuesto para mí objeto de fascinación e interés.

Porque hay olores que yo elevaría a la categoría de perfume, tan sencillos y simples como absolutamente sublimes. Y cada uno tenemos nuestra memoria olfativa, fundamentada en nuestros gustos, claro está, pero seguro que en muchos casos vamos a coincidir, los que estais al otro lado del monitor y un servidor. Por ejemplo...

Es un día gris y frío, otoñal. Una mañana tranquila en el pueblo de mis padres, hace muchos años, los suficientes como para que siga existiendo un horno de leña en la tahona y confluyan en el aire el olor de panes rústicos y rotundos, cociéndose al amparo del calor que proporcionan vetustos troncos de encina. Leña quemada, pan recién hecho, aire frío y húmedo... una delicia que me transporta, no sólo a esa mañana, sino a muchas otras, en invierno o en verano, pero todas con el mismo denominador común: el olor del pan. El horno de leña dió paso a uno industrial de fuel-oil, y quizás se perdió parte del encanto, pero el caso es que cada mañana el pueblo despierta con ese olor penetrante y atrayente. Y así pasa en tantos y tantos pueblos...

Una mañana cualquiera despierta en casa, y un aroma atraviesa el pasillo desde la cocina. En una sartén de hierro fundido se están hermanando unas patatas con algo de cebolla, en el seno de un aceite verdoso no excesivamente arrebatado por el fuego, casi confitando con mimo y paciencia a la humilde pareja. Es un aroma entre acre y dulzón, intenso y profundo, anuncio de una bendita tortilla, compendio de virtudes universales, humildad y sencillez, que dan como resultado una de las obras cumbres de la gastronomía ibérica, capaz de unir a todo un país en su disfrute y de dotar de una seña de identidad común a las narices de asturianos, andaluces, vascos o madrileños. Por supuesto, la de tu madre, la mejor del mundo.

Costa del sol, verano del ochenta y algo, paseo marítimo, chiringuitos, sol, arena y un perfume en el ambiente que no deja indiferente, por intenso y rotundo. Allí están, ensartadas en cañas, sufriendo su último calvario en este mundo, Santos Lorenzos de aguas saladas, brillo plateado y escamas chamuscadas que dejan resbalar gotas y gotas de omega-3, salpicando con viveza las ascuas ejecutoras, arrebatándose con la grasa y colaborando aún más si cabe al festival odorifero que proporcionan unos espetos de sardinas. Otro ejemplo más de humildad y sencillez, incomprendida especie por lo que supone cocinarlas dentro de una casa, pero que en ese entorno playero se convierten en un manjar de dioses, marinos y no marinos.

Y es así como me resulta más fácil evocar momentos de mi vida, a través de la memoria olfativa, que con tanta rapidez y precisión despiertan en mí recuerdos de la niñez. El olor a pimientos fritos, el chocolate que se funde, café recién hecho, y una innumerable lista de aromas que, de vez en cuando, nos hacen pararnos durante un instante cuando abrimos la puerta de casa y notamos en el ambiente algo familiar y conocido, pretérito e inmortal.

Para terminar, me gustaría recordar la película de animación "Ratatouille". En la misma, un crítico culinario implacable acaba por sucumbir y alabar la labor de la cocina cuando prueba un bocado del afamado guiso de verduras que da nombre al film, simple y llanamente porque es capaz de emocionarle y transportarle a los recuerdos de su más tierna infancia. Así que relajaos, inspirad  honda y profundamente y dejad que que el aire transporte al cerebro la esencia de vuestras vidas. Cada uno sabrá cuál o cuáles son.


(a partir del minuto 4 del vídeo)

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